El momento político más delicado por el que ha transitado la democracia española, desde el fracasado golpe de Estado de Tejero en 1.981, ha sido -en mi opinión- otro golpe de Estado llevado a Cabo en Cataluña, en octubre del año 2.017.
Aquel movimiento que intentó derogar la Constitución Española, pasando por encima del Parlamento catalán ; pisoteando los derechos de la mayoría de los representantes de los catalanes e ignorando la voluntad de todos los españoles de convivir en paz y en libertad, fue derrotado.
Aunque sus seguidores lo pretenden aún hoy, aquello no fue un intento pacífico y democrático de consultar a la población catalana sobre su futuro, sino un referéndum de autodeterminación ilegal, basado en una ley express aprobada en desafío del Tribunal Constitucional ; que no contó los informes preceptivos del Consejo de Garantías Estatutarias catalán, ni con la participación de la oposición política.
Una ley que -disfrazada de inocua fiesta cívica- abocaba a la proclamación de la independencia de Cataluña, en las 48 horas posteriores a una votación celebrada sin garantías y sin requerimientos de participación para considerar el resultado válido y vinculante.
Una ley por la que el Parlamento de Cataluña, se concedía a sí mismo el derecho a la autodeterminación, sin haber pasado por la Asamblea General de las Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad de la Corte Internacional de Justicia.
Una ley que se postulaba a sí misma como inderogable y superior jerárquicamente a todas las demás y se situaba -claro- por encima de la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña.
Sorprende que a estas alturas, haya aún quién discuta sobre si lo ocurrido fue o no golpe de Estado, o de si hubo o no rebelión, con o sin violencia. Creo que se trata de una polémica tramposa que pretende generar un ruido que enmascare y diluya la gravedad de lo sucedido.
Para mí, es evidente que el independentismo pretendió dar un golpe a la democracia, a la convivencia de los españoles y a la Constitución. Que lo hiciera desde las instituciones autonómicas, es la diferencia en cuanto al método pero no en el propósito que era atentar contra la Constitución.
Si el independentismo ha sido derrotado, no lo ha sido por suerte sino por virtud democrática, gracias al coraje cívico de los cientos de miles de personas que salieron a la calle, a defender nuestro proyecto en común. Además de nuestros representantes políticos, judicatura y Policía; actuando conjuntamente en defensa del Estado de Derecho y de las instituciones democráticas ; y de nuestros diplomáticos que defendieron ante el mundo entero la legitimidad de la posición española.
También hay que honrar a los medios de comunicación independientes que cumplieron con su obligación de facilitar información veraz y plural, que aflorara las mentiras de un independentismo que no solo contó con el aparato de propaganda oficial de la radio y la televisión públicas de Cataluña y sus medios afines, sino hasta del apoyo de operadores rusos en las redes sociales.
Este triunfo de la democracia, lo es también de nuestros socios europeos, cuyo apoyo y solidaridad hemos recibido, con alguna estridente excepción. Los Gobiernos vecinos y amigos entendieron la necesidad de cerrar el paso a la peor forma de nacionalismo que conocemos: el irredentista y chauvinista.
Los años 2.017 y 2.018, han sido traumáticos para la sociedad española y ha servido para reforzar los sentimientos de pertenencia a esa comunidad política llamada España aunque el daño causado ha servido para que los españoles redescubramos el valor de la convivencia en paz y en libertad, bajo unas mismas normas, en una democracia donde caben todos y en una Europa donde 40 años después de la aprobación de nuestra Constitución, todavía somos admirados por nuestro compromiso cívico con los valores de una sociedad abierta, democrática y plural.