Durante los últimos años, los medios de comunicación social se han ocupado mucho de los fenómenos de intolerancia hacia los inmigrantes y de nuevos episodios de antisemitismo. Pero el racismo -al contrario de como frecuentemente se le presenta- no es un virus, ni una suerte de veneno social que, atrapado en las alcantarillas de la historia, periódicamente resurge con el fin de destruir las buenas relaciones de convivencia.
Los fenómenos de racismo, por ser psicológicamente complejos y sinuosos, siempre se destacan y asumen su perfil sobre un determinado fondo histórico. Por ejemplo, no es difícil reconocer características muy específicas en el racismo más notorio y conocido, el ejercido tradicionalmente por los cristianos, desde siempre políticamente hegemónicos en Europa, contra las minorías hebreas.
Probablemente es verdad que, los hebreos en Europa han sido portadores durante muchos siglos, de un sistema de valores y formas de conocimiento muy funcionales para preservar su propia supervivencia que, en cierta medida, resultaron “más eficaces” que los valores cristianos y en particular, que los católicos. En consecuencia, durante varios siglos, el nivel medio educativo y cultural de estas minorías ha sido, sin duda, más alto que el de las otras religiones.
Por todo ello, a lo largo de la historia, han tenido éxito en el ámbito comercial primero y más adelante en el de las profesiones intelectuales. Partiendo de esta base, puede concluirse que, en los odios e intolerancias que ha ostentado el antisemitismo europeo, han participado -al menos hasta las primeras décadas del siglo pasado- , factores de competitividad social que han estado por encima de los recelos e incompatibilidades ideológicas y del resurgimiento de las dinámicas persecutorias y expiatorias.
Hay otros modelos de racismo que son totalmente diferentes. Por ejemplo, en el racismo tradicional que sustentan los norteamericanos de origen europeo frente a los de origen africano de piel negra. Estos últimos son acusados de ser dóciles pero esencialmente indolentes; poco inteligentes en general y por tanto, incapaces de sobresalir o destacarse desde el punto de vista social. Acusaciones que nadie se ha atrevido a hacer a los hebreos.
Si continuáramos citando ejemplos de manifestaciones racistas, se pondría aún más en evidencia la heterogeneidad de las situaciones y de las dinámicas. De todos modos, no se trata solamente de cuestiones puramente psicológicas o de intolerancia, sino de relaciones y conflictos , sobre todo , entre culturas y casi siempre de éxitos directos o indirectos, de formas de competitividad para poder acceder al control de los recursos.
Mostrar el racismo como una epidemia o un virus, significa no querer explicar lo que sucede en concreto. Es justo y legítimo enfrentarlo, pero la etiqueta de racismo, sirve a menudo para generalizar, hecho que tiende a borrar la imagen de los seres humanos en quienes se originan los problemas y nos impide comprender las dificultades particulares de la convivencia.
A estas dificultades hay que añadirles los prejuicios, entre otros, los que inspiran las minorías étnicas y, en consecuencia, las infinitas formas y variedades del racismo. Parece cierta la hipótesis que expresa que, gran parte de los actuales fenómenos de intolerancia y racismo, están en relación con la tendencia a enriquecerse -aún más- que tienen los pueblos más ricos, mientras las grandes masas populares de los países más pobres, ven cómo aumenta -año tras año- la distancia que los separa de una situación de bienestar.