Lo corriente es que, a los agresores en la violencia de género, la autoridad judicial les imponga una orden de alejamiento de sus víctimas y en los casos más graves, una pulsera de localización. Sin embargo, el miedo de las víctimas persiste. No se trata de un temor irracional sino sustentado en una larga lista de fracasos de estas y otras medidas de protección que no han salvado a muchas mujeres de la muerte.
Afortunadamente, el maltrato no siempre conduce al fallecimiento. A menudo, la violencia machista está llena de matices invisibles y no deja los ojos morados, ni los labios partidos. Las palizas y los asesinatos son la punta de un iceberg en el que entran en juego varios factores : el poder, el control sobre la mujer, las amenazas, los celos y sobre todo, un lacerante abuso psicológico.
También hay datos, tristemente reveladores, sobre el grado de premeditación e impunidad con el que actúan los agresores, como el hecho de que muchos de ellos aprendan a golpear de modo de que la ropa o el cabello tapen las huellas del infierno a que someten a sus víctimas. Cuando ellas -por fin- logran escapar de la telaraña tejida por su maltratador y van a denunciarlo, se enfrentan a un momento decisivo en el que el Estado debería de garantizar su seguridad, lo que no siempre ocurre.
La clave de todo el procedimiento parece estar en la primera vez en que la mujer acude a la Policía. Esa denuncia es la que ayuda a que haya un buen juicio y una orden de alejamiento contra el agresor. El problema es que, en muchas ocasiones, no hay una Unidad Especializada para atenderla y entonces no se recaban los datos necesarios. Sin ellos, el juez tiene pocos elementos para saber si tiene que dictar una orden de alejamiento o no.
A día de hoy, el agente que recoge la denuncia tiene que rellenar un cuestionario de unas cincuenta preguntas, cuyas respuestas se graban en un programa informático que se llama VioGen ( por Violencia de Género ) y el sistema se encarga de valorar si el grado de riesgo que corre la víctima es : nulo – bajo – medio – alto o extremo.
En realidad, la seguridad de estas mujeres está en manos de un algoritmo ( conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución a un tipo de problemas ). Un método que ya se intentó mejorar en el años 2.015 con la ayuda de la Universidad Autónoma de Madrid y que no deja de ser una herramienta más pero que se convierte en un problema cuando los jueces se ven forzados a apoyarse -exclusivamente- en ella.
Lo paradójico es que, la Ley contra la Violencia de Género de 2.004 ya preveía un instrumento mucho más potente para calibrar el riesgo que corre una mujer maltratada por su pareja: las Unidades de Valoración Forense Integral ( UVFI), que no son más que equipos formados por un médico, un psicólogo y un trabajador social que se encargan de entrevistar y explorar físicamente, tanto a la víctima como al agresor; revisar el procedimiento seguido, tanto en el ámbito policial como judicial y conversar con los testigos. Tratando de cerrar así el mosaico de la violencia machista aunque casi dieciséis años después, estos equipos de valoración judicial siguen sin estar implantados en todo el territorio nacional.
Además, la Ley Orgánica del Poder Judicial establece que debería de haber -al menos- en cada provincia, un Tribunal especializado en agresiones sexistas. Si bien de los 345 existentes, solo 26 cuentan con esta categoría y no en todas las Comunidades Autonómicas. Así se explica que, solo se obtiene el 30% de las medidas de protección solicitadas y que en el 2.017 fueron 11.645. En este escaso resultado, influyen varios elementos, tales como la credibilidad de la mujer en la sociedad o una visión estereotipada de la violencia de género por la que, a menudo, se espera que cuente con un ojo morado o con un labio partido.
Para evitar este tipo de carencias, desde el pasado año, se refuerza la formación de los jueces, -con un curso específico de cincuenta horas de duración-, pedido por ellos mismos, a raíz de la ya famosa Sentencia de La Manada. Una consecuencia inmediata de ello fue el aumento considerable ( un 69,16 % ) de la concesión de las órdenes de protección concedidas ( 27.093 ) sobre la solicitadas ( 45.045 ).
En el aspecto policial. el trato a las víctimas ha cambiado mucho y no tiene nada que ver con lo que ocurría hace diez años, por ejemplo. Ha habido un proceso de sensibilización muy grande. Ahora, para formar parte de las Unidades de Atención a la Familia y Mujer ( UFAM) que son los equipos encargados de la investigación de este tipo de delitos, es necesario realizar un curso de especialización y pasar una entrevista psicológica. Si se supera este proceso, cuando se incorporan a su destino profesional se cambia la mentalidad porque allí no se aprende a memorizar el nombre de los delincuentes a los que perseguir -como en otras unidades policiales- sino el de las víctimas.
Como cada víctima tiene asignado un agente, que está con ella desde el principio del procedimiento hasta el final, se crea un vínculo de confianza. Pero como siempre, la falta de recursos hace insuficiente la labor de los Policías y por eso están desbordados. Como mucho, cada agente debería de atender los casos de cincuenta mujeres pero en realidad se ocupan de más de cien. Los sindicatos policiales rebajan estas cantidades hasta veinticinco. Cada funcionario se sabe el nombre, las circunstancias de las victimas que tiene encomendadas y están disponibles las veinticuatro horas del día.
Otro lugar que también trabaja durante todos los dias de la semana y sus noches es, el Centro de Control de las Medidas Telemáticas de Alejamiento ( COMETA) que se encarga de registrar todas las incidencias que ocasionan las medidas cautelares adoptadas. Una de ellas son las pulseras antimaltrato, que es el requerimiento estrella de la Ley de Violencia de Género. Mediante este dispositivo el agresor está permanentemente localizado para comprobar así si se acerca a la víctima. Si lo hiciera, se activaría la alarma en el Centro de Control.
Esto es posible gracias a dos aparatos: el brazalete y un dispositivo móvil para el agresor y otros dos también para la posible víctima -uno para casa y otro para su teléfono móvil para cuando quiera salir-. Así se establece una zona de exclusión que si la traspasara el maltratador, salta la alarma. Si trata de quitarse el aparato que lleva abrochado en el tobillo o en la muñeca, también se dispara el dispositivo. Cada vez que esto ocurre, se llama a la víctima, al agresor y a la Policía; y se envía un informe de lo ocurrido al juzgado correspondiente.
Este sistema que ha demostrado su eficacia como medida preventiva, demás de poderse contrastar técnicamente si se está cumpliendo o no la orden de alejamiento, también es un arma de doble filo. Su uso genera un mar de incidencias que pone en alerta a víctimas, Policías y teleoperadoras sin necesidad. Algunas mujeres renuncian a él porque es molesto. Las pulseras fallan -en ocasiones- porque utilizan un sistema de localización obsoleto ( 2G en lugar del actual 4G ).

Hay casos en lo que los maltratadores pierden la cobertura sin salir de su domicilio. Además de otras picarescas con la batería de los aparatos para que suene -intencionadamente- la alarma y vuelva otra vez el miedo. Todos los actores en estos procedimientos tienen claro que el sistema telemático necesita mejoras, empezando por su actualización tecnológica. En 2.018 se colocaron 1.046 pulseras y en 2.019 fueron 1.229, un 11,74% más.
Si hacemos un balance desde 2003 que es cuando se empezaron a contabilizar las mujeres asesinadas por sus parejas, hasta el pasado día 3 de marzo, iban ya 1.047, de las cuales 43 fueron en 2.017; 47 en 2.018 ; 52 en 2.019 y 14 en lo que va de 2.020.
En el aire sigue quedando la pregunta más importante : ¿ como mejorar la protección de las víctimas ?. Primero, arreglar y actualizar todos los errores, carencias y modernizaciones detectadas. A largo plazo, creo que solo cabe una solución y no es policial, ni judicial, que se basa en la concienciación y educación para que cambie la sociedad y el machismo sea completamente erradicado.