El día que llamaron a Pepa para decírselo, solo pensaba una cosa: ‘¡Que esté vivo, Dios mío!’. Luego vino el calvario de los partes médicos. Un día lo daban por muerto y al siguiente decían que, a lo mejor, se salvaba.
Ha sufrido y ha visto sufrir a su marido lo que nunca pensó que se podía llegar a sufrir. Ha aprendido que el dolor puede dejar el alma en carne viva, como el fuego dejó el cuerpo de Manolo. No es fácil de soportar quedarse sin rostro a los veintisiete años.
Manolo ha sufrido ya seis operaciones. De aquí a que pueda desarrollar una vida satisfactoria, deberá de visitar el quirófano con demasiada frecuencia. El médico dice que el trabajo que queda es mucho y muy delicado y que por eso hay que hacerlo de acuerdo con el enfermo. Prácticamente hay que reconstruir todo el cuerpo, por lo que es mejor empezar por donde él prefiera. Lo más lógico sería la cara y las manos, para que pudiera empezar a relacionarse lo antes posible.
Hasta el día del alta definitiva, Manolo pasa la mayor parte del tiempo, enfundado en un traje que ejerce sobre el cuerpo la presión de una piel… inexistente. El otro policía, que sufrió graves lesiones en el aparato respiratorio, permanece todos los días en el hospital durante seis horas.
Este ha sido el resultado de tropezarse con un ‘cóctel molotov’ (botella de tres cuartos de litro, llena de gasolina, ácido sulfúrico y clorato de potasio). Sin necesidad de mecha. Capaz de calcinar cualquier vehículo policial y a todos sus ocupantes. El artefacto se detecta con el impacto y entonces ya es tarde. La reacción exotérmica (aumento brusco de la temperatura) hace inflamar el combustible y en los enfrentamientos nocturnos con los antisistema no revela la posición del lanzador.
Manolo tiene la voz ronca, porque una traqueotomía le ha despojado también de su verdadera voz, pero el tono es firme. Pasa mucho tiempo en casa, no recibe a nadie y se esconde hasta de los compañeros. Para entretenerse, está aprendiendo a hacer cestos de mimbre, algo en lo que pone mucho empeño. Mientras tanto, Pepa le lava las cicatrices sin dejar de sonreír.
Sueña con reemprender un día la carrera de Derecho, que dejó en el primer curso. Lee novelas de Graham Green y cuida a su hijo Paco (dos meses tenía cuando quisieron dejarlo huérfano), que descansa en un cesto de mimbre construido por su padre. Los ‘cócteles molotov’ de los jóvenes radicales, capaces de destrozar cuerpos y vehículos, no han conseguido dejar a Manolo sin alma frente al espejo.